Por demasiado tiempo se ha venido sosteniendo que el poder constituyente es un absoluto, que todo lo puede y nada lo detiene. Que está por encima de todo y nada hay sobre él. Pareciera que quien ejerza este poder no encontrará obstáculo alguno a su paso arrollador.
Esta concepción mitológica del poder constituyente es culpable además de desatar otro monstruo, menos fundamentado, pero más temible: la asamblea constituyente, que -según rezan algunos manuales- es soberana. Quien entiende las cosas así, tiene sobradas razones para temerle a la emergencia de una asamblea constituyente, porque ello equivaldría a conformar un puñado de individuos con todo el poder de la tierra, sin límites que nos resguarden de un posible uso abusivo del poder. Quien promueve la Constituyente porque todo lo espera de una asamblea soberana, además de cometer un acto de insania política, tendrá a la frustración y el desengaño como únicos adherentes de su espectacular desatino.
Valgan las siguientes líneas como una reflexión destinada a demostrar porqué dichas ideas no son un modo adecuado de entender la función de una constituyente y sirven, en cambio, para hacerle el juego a las fuerzas antidemocráticas que están empeñadas en garantizar la continuidad del status quo.
El poder constituyente es una abstracción que los juristas utilizan para identificar el motor del cambio de las normas fundamentales. El titular de dicho poder es el pueblo, pero no debemos caer en el reduccionismo de pensar que el pueblo y el electorado son una misma cosa. El electorado es también una construcción jurídica, pues el número de personas que tiene el derecho de depositar su voto en unos comicios es el resultado de disposiciones constitucionales, legales y reglamentarias.
Un pueblo es más que esa suma de individuos que es el electorado. En la realidad, un pueblo no es un conjunto de individuos y sus voluntades no se suman uno a uno. El procedimiento que se usa para definir los escrutinios es muy distinto del proceso real de toma de decisiones de un pueblo. Hay que considerar, por ejemplo, que cuando llega el momento de acercarse a la urna ya se han tomado decisiones clave que no pasan por el tamiz de los votantes.
Estas decisiones son el producto de un proceso político y provienen de los actos de las autoridades legítimamente constituidas, que actúan motivadas por una serie de intereses en los que se combinan los beneficios particulares con los ciudadanos, los cálculos racionales con las ilusiones de grupos particulares, y la más amplia gama de pasiones no siempre legítimas o moralmente fundadas. Fuera de estas importantes decisiones previas es imposible concebir la existencia de ejercicio electoral alguno.
Como un pueblo, además de individuos tiene grupos, organizaciones (formales e informales) y autoridades, las constituyentes -en todas partes del mundo- siempre han sido el resultado de estas decisiones fundamentales que asumen las autoridades en conjunción con los grupos y organizaciones políticas y sociales. Los decretos o leyes de convocatoria, los que reglamentan el proceso electoral mismo, detallando cómo se organiza la representación política, y cómo -mediante qué reglas- se transformarán los votos en curules, son sólo algunos de los actos que son decisivos para la conformación de una constituyente, y que escapan al albedrío de esta. En fin de cuentas, en la práctica toda constituyente nace limitada por una serie de reglas y hechos que le anteceden.
Al tener estas realidades a la vista, debe hacerse obvio que no tiene ningún sentido preguntarse si las constituyentes tienen límites, puesto que todas indefectiblemente los tienen.
Una pregunta diferente es si hay límites que la Constituyente debe respetar. En una situación como la nuestra, en la que no ha habido -aún no- un cataclismo que derrumbe a los órganos del Estado, la Constituyente tendría que hacer su trabajo sin entrometerse con los otros órganos del Estado, pues éstos al igual que ella fueron elegidos por el pueblo y derivan sus potestades del mandato expresado en las mismas urnas.
Esto quiere decir que la Constituyente no puede expedir, modificar o revocar leyes mediante actos legislativos; no puede pedir cuentas a los servidores del Estado, ni sancionarlos o destituirlos. No tienen funciones en materia fiscal o presupuestaria, no pueden contratar, ni representar en modo alguno al Estado. Mientras una nueva constitución se hace, la Constitución vigente es de forzoso cumplimiento.
La Constituyente puede ayudarse para el cumplimiento de su objetivo (la elaboración de una nueva constitución) de una amplia gama de herramientas. Si se prevé constituir un equipo técnico que asesore y absuelva las consultas de los constituyentes, es está contribuyendo genuinamente con la tarea de dicho organismo. Si se cuenta con uno o varios documentos de trabajo elaborados previamente, por organismos gubernamentales o no, por comisiones presidenciales o mixtas, se facilita igualmente el trabajo de los constituyentes.
Lo que la constituyente no puede aceptar es que le impongan un menú. No puede decírsele a los constituyentes, por ejemplo, "Refórmese el Título V sobre el Órgano Legislativo a fin de determinar una nueva fórmula para que el número de integrantes de la Asamblea Legislativa sea constante y nunca superior a los 71 miembros", o "Absténgase de hacer modificaciones al Título sobre el Canal", etc.
En materia de los contenidos que habrá de integrar el nuevo texto constitucional, no pueden imponérsele cortapisas a la labor de la Constituyente. No caben las instrucciones en cuanto a qué reformas se deben introducir, o qué aspectos de la Constitución vigente no se pueden tocar. ¿Significa esto que la Constituyente puede adoptar cualquier norma jurídica que le plazca en forma absoluta? La respuesta definitiva es que no.
La continuidad del Estado panameño no se rompe porque haya una constituyente y el Estado adopte una nueva constitución. Como miembro de la comunidad internacional, y como signatario de tratados, convenios y convenciones generales, El Estado panameño sigue sujeto a las obligaciones contraídas y la constituyente tiene que estar bien informada de dichos compromisos y obligaciones, de modo que la nueva carta nazca acorde a los parámetros de convivencia que han sido previamente aprobados en la comunidad internacional. La Carta de las Naciones Unidas, El Pacto de San José, la Convención de los Derechos del Niño, por mencionar sólo unos pocos de los instrumentos internacionales que ha ratificado el Estado panameño, siguen estando plenamente en pie antes, durante y después de que la Constituyente termine de elaborar la nueva constitución. Estos son límites que la Constituyente debe respetar.
Hay otro tipo de límites que en la práctica también recortan los poderes de la Constituyente. La Constituyente tiene que ser convocada para que dentro de un período previamente definido cumpla la labor asignada. Un sano concepto del arbitrio sugiere que es perfectamente legítimo circunscribir la dimensión temporal de la constituyente con la fórmula de que sesionará "no menos de tres meses y no más de seis", por poner un ejemplo. La Constituyente no sólo debe respetar estos límites, sino que tiene que respetarlos, porque de otra forma el uso coactivo de los aparatos del Estado contra ella sería perfectamente legítimo.
Finalmente, el texto aprobado por la Constituyente debe ser sometido a referéndum. Este es otro límite. Como último acto del proceso constituyente tiene una doble función: actúa como un mecanismo de control y al mismo tiempo genera una reforzada legitimidad. De ese modo, todos los elementos sociohistóricos que integran el poder constituyente en un momento dado (los órganos del Estado, los partidos políticos, las organizaciones de empresarios, los sindicatos, las asociaciones no gubernamentales, los gremios profesionales, los estudiantes, etc.) habrán tenido la oportunidad de participar en ese gran diálogo con la historia de un pueblo que es el debate constitucional. Así es como un pueblo soberano hace una nueva constitución en democracia.
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El Panamá América, Martes 23 de diciembre de 2003