Las reformas a la Constitución Política no son el resultado de un viejo anhelo de la clase política. Fueron su respuesta ante el avance del movimiento pro-Constituyente. ¿En qué sentido puede hablarse de avance?
En dos sentidos muy claros: Primero, en que la palabra Constituyente dejó de ser una consigna vacía, o aérea. Gracias, entre otras cosas, al trabajo de la Mesa Nueva Constitución del Foro 2020, el país comenzó a asociar la promesa de una nueva Constitución con aspiraciones muy concretas de cambio en la estructura política, cuya finalidad era reforzar el Estado de derecho y la democracia.
Segundo, el movimiento pro-constituyente creció en participación. La consigna pro-Constituyente dejó de ser el slogan de cuatro cabezas calientes y, con un nuevo concepto, comenzó a hacerse parte de la nueva conciencia política del ciudadano que no necesariamente se activa en la política a través de los partidos. Con la iniciativa del Comité Ecuménico, que recogió cien mil firmas a favor de la convocatoria a una Asamblea Constituyente paralela, la lucha por una nueva Constitución pasó a ser una lucha de masas.
Frente a este avance, los partidos políticos se mantuvieron como expectadores, observando con cautela el desarrollo de los acontecimientos. En todos estos años no fueron capaces de producir tan solo un evento público (jornada, conferencia, o seminario) o un documento (de análisis y propuestas) de libre circulación en que se propusieran orientar a sus militantes, adherentes y a la ciudadanía, en general, sobre cómo la Constitución influye sobre los destinos de la democracia panameña y qué camino se debe tomar.
Cuando los partidos aspiren a existir como colectivo más allá de las campañas electorales, cuando sus adherentes y militantes vean en el partido una fuente de orientación y no solo una fuente de trabajo, entonces verán la necesidad de formar corrientes de opinión pública sobre la base de intervenciones estratégicas, bien informadas, y modeladas sobre una base técnica y científica adecuada.
El debate en torno a la Constitución y al Estado de derecho es típicamente una de esas áreas en las que los partidos pueden desarrollar una base programática que contribuya al acervo de ideas que requiere el fortalecimiento democrático de la Nación.
Esta fuera de toda duda que jamás habría habido un proyecto de reformas constitucionales si no hubiese habido un amplio consenso político y social en que la Constitución debía ser modificada en una serie de aspectos muy precisos y que tienen que ver con la configuración de los Órganos del Estado. En la formación de ese consenso el Foro 2020 jugó un papel central y sobre esa base los vencedores de las elecciones del 2 de mayo propusieron llevar a adelante la reforma de la Constitución a través del mecanismo de las dos asambleas legislativas.
Curiosamente, el único partido que mantuvo una asistencia frecuente a las reuniones de la Mesa Nueva Constitución fue el PRD, a través del legislador Jerry Wilson, quien a la postre fungió como el proponente del paquete de reformas. Cuando a Wilson se le espeta que las reformas fueron inconsultas o improvisadas, su respuesta es invariable: allí están los dos años de trabajo del Foro 2020.
Pero la reforma de la Constitución, tal como se planteó el Viernes 18 de junio por el Presidente electo, no fue nunca uno de los pilares de su campaña electoral. Durante el torneo, la cuestión se mencionó con muchos pliegues. En una cuña televisiva, Torrijos buscó asociar su nombre con el proyecto de una nueva Constitución, mas no decía como se llegaría allí. Firmó las libretas del Comité Ecuménico en las que se declaraba de acuerdo con una Constituyente Paralela, pero el núcleo más intimo de sus colaboradores y acólitos explicó que Torrijos estaba a favor de la reforma y no de la Constituyente, pues este mecanismo no estaba contemplado en la Constitución.
No creo necesario abundar aquí en señalamientos sobre lo inadecuado del proceso mismo de reforma, la escasez de tiempo, la limitada participación de la ciudadanía, la falta de una agenda precisa que ordenara el debate, el empirismo y la falta de conceptos en la discusión y aprobación de algunos artículos, en los defectos no corregidos, o en los ahora añadidos. La reforma es fait accomplit, y no está de más recordar que ella no habría sido posible si Mireya Moscoso no hubiese puesto su firma en una serie de decretos presidenciales.
El país hace ahora una ligera siesta constitucional, que durará hasta la próxima crisis, que podría ser, por ejemplo, la demostración práctica de que el nuevo mecanismo para exigir responsabilidades a los legisladores es totalmente disfuncional, y que, por lo tanto, la impunidad continuará rampante. Por mi parte, estimo que las reformas son positivas por una sola razón: porque la próxima vez que sobrevenga un cuestionamiento de los órganos del Estado, como el ocurrido a principios del 2002, los ciudadanos estaremos en mejores condiciones para impulsar una renovación constitucional, pues podremos hacer uso de un mecanismo de cambio del que antes carecíamos.
Lo acumulado por el movimiento pro-Constituyente no se ha perdido. En ningún momento he pensado que la actual reforma lo vacía de contenido, aunque no se me escapa el hecho de que algunos la hayan favorecido, precisamente, buscando desactivarlo y desarticularlo. Hay que seguir trabajando en la afinación de las propuestas, en la educación de la ciudadanía, y en la persuasión a nuestros líderes. Es un trabajo colectivo que requiere seriedad y paciencia, y que debe evitar actitudes destempladas que no suman, sino que restan.
Como creo que los partidos políticos son insustituibles para la democracia, espero que se pongan a trabajar cuanto antes en la elaboración de una posición del colectivo sobre el mejor diseño constitucional, de modo que los vientos de fronda no los tomen por sorpresa otra vez.
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El Panamá América, Martes 2 de noviembre de 2004