No sé si llegue a ver el día en que las panameñas y los panameños sientan por su Constitución el mismo amor y orgullo que por su bandera. Lo que hoy se puede afirmar es que de las sesiones extraordinarias para reformar la Carta Magna no saldrá nada de lo que ningún ser humano pueda sentirse orgulloso. Primero, el paquete presentado el viernes 18 por el presidente electo tenía demasiados errores innecesarios, lo que refleja apuro, falta de planificación, y ausencia del cuidado debido.
Segundo, la consulta que se realizó en la Comisión de Gobierno de la Asamblea sirvió sólo para poner al descubierto todos estos errores y la falta de una consulta sistemática, pues, como pude apreciar en la reunión de la comisión legislativa de hace dos semanas, hay legisladores del PRD que muestran distancia y expresan críticas hacia algunos aspectos específicos del anteproyecto.
Tercero, como los proponentes han insistido en que su propósito es modernizar al Estado Panameño, han llovido una larga serie de demandas que tratan justamente de hacer eso, introducir estructuras modernas para la protección de los derechos de las personas. Lo acumulado en esta operación ha consistido en que cada grupo de interés piensa en lo que le gustaría tener en la Constitución y, en consecuencia, ha solicitado su inclusión. Es que, claro, si el objetivo es, como en los remates de tiendas, salir de la mercancía al precio que sea con tal de que se haga rápido, no hay ninguna razón para que no haya 40 ó 100 grupos pidiendo que se incluyan las dos o tres cositas que le interesan en materia constitucional.
Y la cuarta razón es que, como derivado de lo anterior, si al momento en que se presentó el anteproyecto, el PRD pudo decir que la propuesta se basaba en el consenso existente en materia de reformas, ahora se tornará evidente -y las pruebas rodearán el Palacio Legislativo con pancartas y megáfonos en los próximos días- que no hay tal consenso para introducir reformas supuestamente modernizantes.
La única reforma constitucional que cabía impulsar era la que preparase el terreno para una nueva Constitución. En vez de eso se optó por una que pretendía sustituir a la Constituyente, de manera que se pueda gobernar por lo menos unos cinco años más sin tener que abocarse al doloroso proceso de democratizar el país. Convivir con la enfermedad no es una buena apuesta, sobre todo cuando estratégicamente uno se ha resignado a que no puede vencerla. La pregunta que debe responderse el equipo de gobierno que inicia en septiembre, no es si las normas constitucionales producen el bienestar del pueblo en forma automática (repito, no conozco a nadie que haya planteado semejante absurdo), sino si las tareas pendientes en la lucha contra la corrupción, la reducción de la pobreza, el fomento de la inversión y la generación de empleos, se pueden llevar a cabo fuera del marco constitucional que rige en el país. En el caso de que se hayan hecho la pregunta y la respuesta sea afirmativa, entonces lo que ocurre es que ni se han leído la Constitución ni han comprendido el valor de la democracia para impulsar el desarrollo.
El momento de la transición de un gobierno a otro había que aprovecharlo, cierto, para asegurar la constitucionalización del mecanismo de cambio constitucional. La eliminación del segundo vicepresidente y del segundo suplente de los legisladores bastaba si se quería añadir algo más. El recorte de la inmunidad tampoco era una mala idea teniendo en cuenta lo azaroso que pudieran ser los próximos cinco años, pero la forma en que finalmente se planteó no fue feliz. Tampoco lo fue la disposición sobre los suplentes de los magistrados del Tribunal Electoral y de la Corte Suprema, como algunas otras cosas. Sobre estos aspectos, como tantos otros, no había previamente ni discusión, ni consulta, ni consenso.
Una mención aparte merece la inclusión del llamado tercer método de reforma, vía una Constituyente. Todas las críticas han apuntado a señalar que el 25% de firmas del padrón electoral que se exige para activar dicho mecanismo lo hace inviable y que el proyecto de reforma no es más que una burla, pues no se propone permitir la Constituyente, sino hacerla imposible.
En adición, hay que insistir en que la reglamentación constitucional que se haga de esta figura deberá contener los suficientes parámetros normativos para garantizar que se le utilice adecuadamente, por lo que es recomendable reducir las opciones que quedan al arbitrio de la ley mediante la enunciación de algunos principios, como, por ejemplo, los relativos al régimen electoral que servirá de base para elegir a los constituyentes.
Las perspectivas de la llamada sociedad civil no carecen de problemas, según se mostró en el breve período de consultas del proyecto. Su defecto más grave consiste en acudir al debate constitucional con un enfoque reducido. No debemos olvidar que la buena salud de las propuestas constitucionales consiste en adoptar una perspectiva ciudadana desde la cual todos los otros intereses palidecen, incluyendo los gremiales, los partidarios, etc. Dicho de otro modo, los que tienen que participar en la discusión sobre la naturaleza de la representación política, sobre si los legisladores representan al electorado o al partido, y si la revocatoria del mandato debe ser por vía del electorado o del partido, no son los miembros de los partidos políticos en forma exclusiva. Se necesita que los ciudadanos, a través de sus organizaciones gremiales, sindicales, cívicas y profesionales, de mujeres y de los pueblos indígenas, sean las que impulsen un nuevo concepto de representación, de controles que se requieren sobre el Ejecutivo, el método para seleccionar a los magistrados de la Corte Suprema, del Tribunal Electoral, procuradores, etc.
No sé si llegue a ver el establecimiento de un orden constitucional democrático en Panamá; lo que sí sé es que el momento para empezar a construirlo es hoy.
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El Panamá América, Martes 6 de julio de 2004